sábado, 14 de julio de 2012

Arena y sal (III)

Las notas musicales vuelan en el aire, su voz inunda la atmósfera, sus dedos recorren las cuerdas de la guitarra. Una imagen difícil de igualar.
Ella se da cuenta de que la estoy observando y me pide perdón por usar la guitarra sin permiso.
-No te preocupes, no hay porque disculparse. Tocas y cantas muy bien- Respondo. -Sigue tocando si es lo que quieres, yo solo me sentaré a escucharte-
Y así lo hizo, de nuevo los acordes volvieron a sonar y su voz llenó toda mi casa. Yo no podía apartar mi mirada de ella, de su rostro que mostraba todo el sentimiento de cada canción, de su cuerpo transmitiendo toda la fuerza de cada melodía.
Con cada mirada que cruzábamos la deseaba aun más, quería estrecharla entre mis brazos y no dejar que se fuera. Pero no sabía nada de ella, ¿cómo era eso posible? Quería conocerla, saber todo de ella y que ella me conociera. ¿Desde cuando había aflorado estos sentimientos? Nunca había sido tan impulsivo, ¿qué ha cambiado?

Mientras me perdía en mis pensamientos no me di cuenta que ella había dejado de tocar y me miraba fijamente. Sorprendido, pregunté si ocurría algo pero ella negó con la cabeza sin perder la sonrisa y me dijo: -¿Puedo preguntarte algo?-
Y ese fue el comienzo de una conversación que se alargo en el tiempo llevándonos a perder la noción de los minutos y las horas, donde poco a poco nos fuimos conociendo el uno al otro y donde no importaba nada más que nosotros. Nos olvidamos del hambre y la sed.
Tan absortos nos encontrábamos en nuestra conversación que ni siquiera nos fijamos que la lluvia empezó a caer en el exterior y que los relámpagos iluminaban la habitación.

La noche cayó y poco a poco el cansancio se nos iba notando. Así que preferimos continuar con la conversación tras descansar. Amablemente le ofrecí dormir en mi cama, mientras yo descansaría en el sofá sin problemas.
Se despidió en dirección a mi habitación con la misma sonrisa que había tenido en todo el día y yo deseé poder acompañarla durante la noche, poder abrazarla y mirar su rostro mientras duerme. Algún día, pensé. 

Que pensamiento tan ingenuo...

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